Texto por Melissa Purata @melirata
Fotos por Melissa Purata y Nicolás Álvarez-Icaza @nico.alvarez.i
Era apenas nuestro día ¿diez? de ruta en la Baja Divide y justamente íbamos preparados para lo que en las recomendaciones de la ruta indican como “el segmento más remoto”: el circuito de Cataviña. Era la sección que nos había hecho prepararnos para cargar cantidades bestiales de agua y con esto me refiero a llevar 3 vejigas de hidratación en las alforjas “por si las llegábamos a necesitar”. De hecho, incluso tomamos un día de descanso en el pequeño poblado de Cataviña para entrarle con las piernitas y el cuerpo relajados. El día anterior nos aseguramos de conseguir suficiente comida y agua: compramos pan de dátil casero, frijoles, papas, tortillas hechas a mano, la fruta y verdura que pudimos y rellenamos casi a máxima capacidad nuestras ánforas y bolsas de agua. Yo, que era la encargada oficial de llevar comida y agua, sabía que iban a ser días pesados en el sentido literal, pues con tantas cosas en las alforjas, mi bici y yo seríamos una especie de tanquesito bien macizo.
Cuando sonó la alarma, a las 4 y tantos de la madrugada, nos vestimos rápidamente, comimos nuestra avena y plátano y dejamos en cuestión de media hora el cuarto en el que habíamos descansado el día anterior. La ropa la habíamos dejado ya sobre las bicis, así que confié en mi yo del pasado y me puse mis licras cortas y empezamos a rodar. La cosa, por si no se sabe, es que la zona de Cataviña es pues…un desierto. Si bien la noche dentro del cuarto fue calientita, ya fuera de él se sentía más bien un frío mañanero: – Nada de qué preocuparme – me dije – más adelante me calentaré -.
La salida de Cataviña y el inicio de ese tramo son verdaderamente majestuosos: vas rodando entre unas rocas gigantes que realmente es difícil explicarse cómo llegaron ahí, todas tapizadas de diferentes tipos de cactáceas y cirios y siguiendo un camino que, al salir de la carretera, se ve en la oscuridad de tan blanco que es.
El amanecer también fue sorprendente: el cielo se pintó de rojo y las siluetas de los cactus, cirios y enormes rocas te invitan a simplemente admirar.
La cosa es que a unos pocos kilómetros, perdí el calor que había logrado guardar desde la noche y mi cuerpo se fue enfriando hasta llegar a un punto en el que estaba segura que, al menos que me envolviera en aluminio y me aventara a unas brasas, no iba a calentarme fácilmente. Poco a poco fuimos sacando más y más capas de ropa de las bolsas, a tal grado que iban casi vacías y yo parecía una de esas personas que por no documentar en un vuelo de VivaAerobús, se ponen 3 pantalones, 2 playeras, una chamarra y 4 pares de calcetines. Tomó tiempo para que yo volviera a la vida, porque, para nuestra suerte (bastante buena, de hecho), pintaba que iba a ser un día algo nublado y el sol tardó en salir. Después de un buen desayuno en una misteriosa palapita solitaria en medio del desierto, pude empezar a quitarme las capas que me había puesto poco tiempo antes. Lo que siguió fue rodar y rodar, como siempre en la Baja.
Ese camino de Cataviña a San José del Faro parece corto, pero por algún extraño motivo, se vuelve muy largo. La vegetación hermosa de la mañana se fue quedando atrás y por muchos kilómetros todo lo que se veía era una especie de matorral bajo y disperso, tiene su encanto, pero es tan parecido que se vuelve repetitivo. Hasta que, faltando unos 20 km (que se sintieron como 60), desaparece por completo y lo único que queda es esperar que en la próxima cumbre ahora sí toque ver la costa.
La llegada a San José del Faro es primero confusa, pues no entiendes si esas casitas frente al mar están realmente habitadas. Ves trocas y barcos y salen los perros a ladrarte, pero, ¿por qué no hay nadie? Es cuestión de tiempo (y de tocar puertas) para que las personas aparezcan. San José más que un poblado, es una cooperativa pesquera que es habitada durante los meses de langosta y abulón. Para no extenderme en detalles que no van con la narración de hoy, puedo decirles que nuestra estancia ahí fue increíble: entre las familias que habitan el lugar, estaba la de Isabel y David. Isabel resultó ser una increíble cocinera y tuvimos la suerte de cenar exquisito. Incluso nos permitieron quedarnos en el galerón de la cooperativa para cubrirnos del viento que golpea durante las noches. Además de una excelente cocinera, me atrevería a decir que en ella encontramos una amiga.
Al día siguiente también salimos temprano, aunque nos hubiera encantado quedarnos un rato más compartiendo la vida con Isabel y su familia. Nos acompañaba un amanecer precioso y los sonidos de los lobos marinos que en ocasiones toman el sol en esa misma bahía. Desde el comienzo, el día se pronunció en huelga pues tuvimos que parar múltiples veces a acomodar las bolsas de Nico ya que algo en ellas no quedaba bien. A escasos kilómetros de la cooperativa, empezaron unas subidas de esas que no queda de otra mas que bajarte de la bici y empujarla cuesta arriba. Así hay muuuuchas durante todo La Baja Divide, el problema es que estas te agarran en frío y a veces te hacen pensar que sí puedes, pero cuando lo intentas, es un rotundo no. Luego de avanzar unos 3 km en algo así como 1 hora, vinieron unos columpios rocosos en los que todo rebota: la bici, las maletas, la cuerpa y la cabeza…el problema es que no rebotan coordinadamente. Cuando por fin hay una bajada, lo que te espera cuando agarras un poco de vuelito, es una suerte de zona inundable que alberga los lodos más pegajosos, tan pegajosos que avanzar se vuelve imposible. Superando los lodos SIEMPRE hay más subidas, hasta que no.
Fue justo en una de esas cumbres desde las que se puede ver que adelante no hay más lodos, que vimos la hora y decidimos que era momento de parar a desayunar propiamente más allá de la avena mañanera. La bajamos, medio exploramos una desviación hacia una playa y decidimos que era mejor no salirnos tanto del camino si es que queríamos alcanzar El Cardonal esa noche, sitio donde habíamos decidido que dormiríamos. A pocos metros de volver a empezar el pedaleo, noté que se me había caído la ciclocomputadora de la bici, me paré en seco.
– Tú quédate aquí, yo voy a buscarla – dijo Nicolás. Fue una oferta que no rechazaría puesto que él es definitivamente más veloz que yo. El problema, pensé, es que también es más despistado y, aquí entre nos, no es muy bueno buscando y encontrando cosas.
– Ok. Debe de haberse caído entre aquí y esa cumbre (la más cercana), porque allá arriba vimos la hora. No te vayas más lejos – le dije y estaba muy segura, pues recordaba haber visto la hora nada más y nada menos que en mi ciclocomputadora.
Nicolás se subió a su bici y comenzó a rodar hacia las cuestas que acabábamos de bajar, mientras lo veía alejarse poco a poco, vi como pasaba a lado de un objeto sospechoso…así es, mi ciclocomputadora tirada en medio del camino a escasos metros de donde estábamos. Rodé hacia ella, la tomé y le chiflé a Nicolás para decirle que ahí estaba. Era muy tarde, entre el viento en mi contra, el ruido de sus llantas sobre las rocas y la inevitable sordera que acompaña el andar en bici, no escuchó mi llamado. “Está bien, llegando a la cumbre verá que no está y se regresará” pensé. Lo seguí con la mirada y cuando alcanzó la cumbre en la que le dije que vimos la hora, para mi sorpresa, no se detuvo.
¿Por qué no se detiene si fui tan clara? Comencé a gritarle y tratar de llamar su atención. Mínimo con que volteara podría hacerle comprender, entre señas, que podía regresar. No lo hizo. No volteó. No se detuvo. No hubo contacto.
“Ya vendrá, no creo que vaya tan lejos” me dije a mí misma, pero inevitablemente otros pensamientos conquistaron mi cabeza “ ¿y si no? ¿y si se sigue y se cae? ¿y si de regreso le pasa algo? ¿y si se golpea la cabeza con una roca?” Un tipo de torbellino de inseguridades invadió mi mente y mi cuerpo e incluso sabiendo que era algo irracional, no pude evitar que me dominaran por completo. Me subí a mi bici y comencé a rodar hacia él sin dejar de gritar y tratar de llamar su atención, incluso llegué a la cumbre de la discordia y ni siquiera desde ahí podía verlo, se había ido más allá de lo que imaginaba. Grité tan fuerte como pude, tanto como mi pecho y mi garganta me lo permitieron. Nada, no escuchaba respuesta alguna, ni de él ni de nadie. Estaba sola, completamente sola, sin señal ni manera de pedir ayuda. Me dominó el miedo, el enojo, la inseguridad. Estaba tan preocupada por él, pero al mismo tiempo tan enojada de que no hubiera visto la mugre esa, no me hubiera hecho caso y no me hubiera escuchado. No era su culpa, pero estaba tan tan molesta. Y exploté, las frustraciones de ese día y el anterior salían en forma de llanto y gritos. No podía controlarlo y sentía, verdaderamente, que no había cómo contener todo lo que se desbordaba desde dentro de mí.
Y de pronto lo vi, viniendo tan campante con su carilla pazguata sin tener un pelo de idea de lo mal que me la estaba pasando yo. Su semblante cambió cuando me vio ahí en el suelo tan fuera de mí, tan indefensa. Me enderecé para abrazarlo y seguir llorando en su hombro, él estaba asombrado. – Aquí estoy – me dijo mientras yo me desahogaba y le decía lo mal que la estaba pasando, sólo me escuchó y me contuvo. Cuando pude regresar un poquito a mí y calmarme, volteé a ver su rostro completamente sorprendido – Nunca te había oído llorar así – me dijo, – Yo tampoco – le respondí. Y era verdad: nunca me había sentido así, nunca me había dominado ese miedo, nunca había estado así de vulnerable.
Lo que siguió fueron minutos de rodar en una especie de luto. Fue difícil encontrar una sombra en ese abismo de rocas, lodos y magueyes. Nos detuvimos a desayunar bajo el pedazo de sombra de un letrero: “Programa Pro árbol” anunciaba. Realismo mágico.
Sólo en esa calma, acompañada y comiendo un burrito, pude respirar hondo y platicar lo que había pasado. Y entonces, aunque me costó aceptarlo, reconocí el miedo y la inseguridad. Me di cuenta de las frustraciones que había estado acumulando y de lo mucho que proyecté en esos gritos y esa desesperación. Del coraje de no sentirme escuchada, de la impotencia de sentirme así. Ahora, tan lejos de ese lugar y de esas emociones, me doy cuenta de lo mucho que pude conocer de mí y mis demonios en tan cortos, y a la vez eternos, minutos. ¿De qué otra manera hubiera podido conocer eso de mí? ¿En qué otra circunstancia me hubiera dejado llevar tanto por “lo irracional”? No estoy segura de si quiero saber la respuesta de esas preguntas, lo que sí sé es que a veces las situaciones más incómodas son también las que traen consigo más autoconocimiento.
Y sí, alcanzamos a llegar a El Cardonal y acampar en unas hermosas dunas. Esa noche dormí como bebé y al día siguiente volví a ver brillar la luz; mi luz, solo que a diferencia del día anterior, estaba consciente de que con la luz, también vienen las sombras.
Que experiencia tan mágica, que chulas fotos, imagino levemente tu experiencia, definitivamente he sentido eso pero mis rutas nunca han sido en lugares tan remotos.
Gracias por compartir. El miedo y la frustración es parte del bikepaking y pocas veces se habla de ello.
Te abrazo, gracias por compartir un aspecto tan humana de ti misma, es justo lo que eh reflexionado en mi vida estos días. beso.
Gracias Meli por relato tan exacto y profundo. Sabía la historia pero no conocía las palabras y menos las sensaciones expresadas.
Sigo admirando si coraje y fibra
Y agradezco que Nicolás simplemente te abrazará, aprendo mucho de esta historia .
Gracias
Pedro AIL